viernes, 5 de abril de 2013

Marta.



Sé que es una de las mayores estupideces que cometemos los adultos. Es decir, ¿qué sentido tiene ir a un local nocturno porque has discutido con tu mujer? El bar está lleno de ricachones, de viejos verdes, jóvenes curiosos,  borrachos asiduos, comensales de alguna cena de trabajo que se alarga, los de las despedidas de soltero y luego, nosotros. Los que tenemos la cabeza agachada en la barra del bar mientras miramos a las bailarinas con… disimulo, como si se estuviese cometiendo un crimen. En la mano llevamos un vaso de algo “doble”; aunque no bebas de normal, aunque no lo pidas nunca, se pide “doble”. La camarera mira con desprecio cuando lo sirve. Sus ojos dicen “eres gilipollas, vete de aquí e intenta solucionarlo”, pero no le pagan por ello y vierte el contenido en silencio.  Todos hacemos lo mismo: damos pequeños sorbos al vaso y disimulamos la cara de repulsión mientras recordamos los tiempos antes de “ella”. “Yo me ligaba a chicas como esas a docenas” pensamos mientras miramos a la despampanante bailarina. Autoengaño. Autoconsuelo. 

La morena que está bailando en el centro del local es absolutamente increíble. Mulata, melena hasta la cintura y unas curvas que quitan el aliento. Tiene los pechos operados; demasiado turgentes, duros, inmóviles…pero ¿a quién le importa? Me fijo en su trasero. No sabría decir. Es grande, pero podría ser natural. Me hipnotiza su balanceo de caderas. Su ropa de brillantes deja poco espacio a la imaginación y la lluvia de billetes de los de la despedida de soltero empieza a ser abundante en el sujetador. Quién no querría perderse una noche en esa piel tostada. La maldita personificación del pecado capital.  Mi mente se empieza a imaginar una escena de sexo salvaje con ella: podría ser la noche de mi vida, un no parar de gozar, placer hasta explotar. Estoy disfrutándola en mi cabeza cuando  se acerca a la barra, con paso decidido, sin esa sensualidad que le aportaba el pequeño escenario. Al principio, me parece que viene hacia mí, y no me siento capaz de soportarlo, pero veo que ni repara en mí. “Cuida del pequeño durante un par de horas y que me releve Marta, me llevo a ésos” le ordena a la camarera mientras señala el grupo de la despedida de soltero. La camarera asiente. La bailarina se mete a la barra, se dirige al almacén y le veo besar en la frente a un crío con su mismo color de piel, que la mira con ojos vidriosos que parecen decir “otra vez no, por favor”. Sale envuelta en una bata de colorines y brillantes y se dirige con los ojos tan rojos como los labios hacia el grupo de hombres que la esperan con miradas lascivas.

-        - ¿Acaso esperabas encontrar amor aquí?- oigo una voz femenina a mis espaldas. Me giro. Una chica joven, no muy alta. Tiene el pelo corto y unos ojos esmeralda acusadores. Su cara de muñeca de porcelana contrasta con su carácter de acero.
-        - No...yo…- balbuceo. Colorado. Puede que tenga diez años menos que yo y me ha azotado verbalmente como a un niño.
-        -Mira, si quieres amor te vas al parque, que por lo menos los quinceañeros se meten mano porque creen quererse. Aquí se está por obligación.- toma un trago de una botella de agua. ¿Quién bebe agua en un sitio así a altas horas de la mañana?- Ella volverá con dinero para dar un colchón para “su pequeño”; el precio a pagar es muy alto, pero ha decidido que merece la pena. Otras noches no tiene tanta suerte: o no hay gente o vuelves bien jodida– Me estoy sintiendo realmente incómodo. Me dispongo a sacar la cartera, quiero pagar e irme de este infierno al que me está sometiendo. Saco un billete grande, se lo entrego a la camarera que nos mira atónita. Me devuelve el cambio y con un gesto con la mano la detengo como diciendo “quédate con la vuelta”. – No nos pagan por compasión, nos pagan por follar. Así que puede guardarse la propina para la misa de mañana. – sentencia la joven.

Nada más acabar la frase, se quita el abrigo negro enorme que lleva y deja al descubierto unos pantalones de látex ajustadísimos y un pequeño top de tela que le deja la espalda al descubierto. Es muy atractiva, pero de una manera muy particular y personal. Deja en abrigo en la barra, la camarera lo recoge y le dice: “mucha suerte, Marta”. Ella va dando zancadas hacia el escenario, directa, segura, como llevada por todo ese odio que parece motivarla.

No quiero ver más. Cojo mi chaqueta y me largo sin mirar atrás, aunque desde el escenario los ojos de Marta clavados en mi nuca hacen que se me hiele la sangre.

Llego sigilosamente a casa. Mi mujer parece haber podido conciliar el sueño, pero la almohada todavía está húmeda y tiene restos de rímel. Me siento el ser más despreciable del planeta. Me tumbo a su lado con la ropa, la abrazo por detrás y le digo que lo siento, que la quiero, y que soy realmente afortunado. No contesta, pero no voy a soltarla. Nunca.

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