A veces la realidad supera la ficción y merece ser contada. (Qué
sería la vida sin contradicciones. Segunda entrada y ya ignoro lo escrito en la
anterior.) Ayer quise a alguien casi desconocido para mí. Nunca he creído en el
amor a primera vista ni en esas personas que te cuentan todo sin preliminares;
hay que asegurarse que la tierra es fértil antes de plantar nada. Pero lo que
ocurrió probablemente me haga reflexionar y retractarme.
Ayer noche volvía pronto. Quien dice volver dice huir. Y
quien dice huir dice querer desaparecer. Hasta la mejor de las noches puede
torcerse con pocas palabras.
Descendí del autobús a mi llegada y alguien me abrazó con
fuerza por detrás. Con cariño, un abrazo de esos completos que se dan y de
verdad y no como un trámite, pero sin esa seguridad de gente que te abraza
habitualmente. Era alguien capaz de rodearme con sus brazos pero incapaz de
haberse sentado a mi lado en el autobús, preguntarme por qué me tapaba la cara
con el pelo, me mordía el labio inferior y toquiteaba el móvil con ansiedad. No
sé bien por qué no me asusté ni me importó. En otra ocasión habría reaccionado
de otra forma, pero ni me sobresalté, ni se me entrecortó la respiración, ni me
quise deshacer de esa cercanía. Me quedé inmóvil, sintiendo un abrazo gratuito
y anónimo de alguien que, como si hubiese estado leyendo mis pensamientos,
sabía que lo necesitaba.
Cuando me giré para
ver al salvador anónimo me quede atónita. “Años sin verte. Pero qué es de ti”
Siempre me había gustado ese chico, de esas personas que te inspiran confianza
desde el primer momento. No era mi amigo, para qué mentir. Nos conocimos
tocando un concierto a cuatro manos y desde aquel momento solíamos coincidir y
hablábamos de vez en cuando. Era de las personas que más me había gustado ver
tocar el piano: me resultaba hipnótico. Se fue lejos, pero lejos de coger avión
y no mirar atrás. Me dijo que le iba bien, realmente bien. Había hecho lo que
siempre había querido, había apostado fuerte, pero había vencido. Me gustan
esas historias en las que el fracaso es sólo un ser mitológico.
No abarcó el tema de una embestida, yo sabía que él no era
así. “Yo me voy este martes” me dijo. Sé que quiso significar que el encuentro
fortuito entre nosotros no iba a alterar el mundo de ninguno de los dos, ya que
nuestros caminos habían diferido tanto. Nada de lo que le dijese iba a cambiar
el curso de las cosas. Es una sensación rara cuando ocurre eso: ¿cómo es
posible que dos personas entren en contacto y que ocurra lo que ocurra no vaya
a cambiar nada? Esa sensación me hizo confiar, posiblemente no en él, sino en
la situación. Creo que todavía nadie ha conseguido verbalizar bien un
sentimiento o una sensación, no hay idiomas suficientes para ello y eso me echa aún más hacia atrás a la hora de abrirme. Como me vio reacia a una abertura en canal
repentina, me dijo que me fijase en un caracol del suelo. Estuvimos casi media
hora con el caracol para arriba, caracol para abajo. "Mira que rápido, está
desviado, ayudémosle." Estaba realmente a gusto. Y de repente, fluyeron de mi
boca todas esas cosas que no me dejaban dormir. Sin coherencia ni cohesión. La
cadena de palabras más sincera y con menos sentido de toda mi vida. Él no me
dijo nada, sonrió. Nada de lo que salió de su boca no aportaba nada, pero no
tenía porque hacerlo. Cuando terminé, le miré a los ojos como quien pide perdón
avergonzado y caminamos hacia casa como vecinos que éramos.
Cuando nos despedimos me dio un abrazo fuertísimo, de esos
que das cuando sabes que puede ser la última vez que veas a alguien. Le di un
beso en la mejilla. Lento. Con amor. Esos besos para los que cierras los ojos
porque quieres sentirlos más allá de la piel. Con verdadero amor. Nos quedamos
con las caras a escasos centímetros durante unos minutos, pero no me resultaba tenso en absoluto,
parecía que fuese algo cotidiano. Seguíamos en un abrazo que parecía más de
amantes que de vecinos. Pero no me importó; porque en ése momento no era un
conocido, era la persona que más quería y necesitaba. Y había estado ahí, correspondiendo a mi necesidad.
Al meterme la cama pensé en que tenía que escribir lo ocurrido: quería que quedase constancia de ello, para que no cayese en el olvido. Quizá no como entrada de un blog, sino como un relato personal, pero escribirlo. Y esto ha sido lo segundo que he hecho esta mañana. Lo primero ha sido un café. Soluble. Con sacarina.